Il Decameron o diez maneras de romper con lo convencional

Il Decameron o diez maneras de romper con lo convencional

Enrique García Perales

 

En 1558 Paulo IV y la Curia romana emprendieron una cacería literaria contra todos aquellos autores y obras que la Iglesia consideraba un peligro para el integrismo del discurso católico y la rigidez doctrinal del público italiano; de esta cruzada contra el arte surgiría la primera Index librorum prohibitorum, lista que condenaba la lectura de dichos textos y que incluía, entre otros, la obra cumbre de Giovanni Boccaccio “Decamerón”. En los sesenta y setenta del siglo XX, una guerra irregular y sin cuartel entre grupos paramilitares fascistas y comunistas hicieron sangrar Italia en lo que se conoce como “Anni di piombo” o los años del plomo; a la par de estos acontecimientos, un comunista heterodoxo y poeta humanista, Pier Paolo Pasolini, dirigía una película basada en el texto de Bocaccio que, fiel a la tradición de escandalizar a los sectores más conservadores de la sociedad, tendría la misma reacción de rechazo que tuvo el libro cuatrocientos años atrás.

            Boccaccio y Pasolini son la conjugación (cada uno en su tiempo y a su manera) del enfrentamiento contra los convencionalismos religiosos y sociales de su época, el muro de contención artístico frente a la marejada de censura y repudio público del elitismo religioso; he aquí la mayor aportación y principal característica de ambos trabajos: la ruptura. Ruptura con el abrumador discurso aprobado por una sociedad reprimida, ruptura con las técnicas artísticas tradicionales, ruptura con la hipócrita moral burguesa; situaciones insólitas pero sin dejos ideológicos son el eje de Bocaccio, y la adaptación de Pasolini es fiel a la corriente neorrealista italiana, la cual propone una visión del hombre como eje de su propia vida, sin la intromisión de Dios, la religión, ni un destino preconfigurado donde vivir se castiga y la sumisión se premia. Ninguno intenta convencer a nadie de nada ni imponer sus ideas personales, sólo cuentan historias de la vida diaria que no van más allá de una mujer engañando a su esposo, un ladrón sin suerte o dos amantes que se ven en secreto; quizás los relatos no son más que eso: historias que reflejan el carácter humano sin necesidad de juzgar el comportamiento de nadie. La filosofía religiosa carece de sentido para los personajes de Boccaccio, así como el entorno social recreado por Pasolini les otorga la sencillez necesaria para no añadir elementos de la ficción o la fantasía dentro del filme. El acercamiento de ambos artistas al hombre no lo hacen buscando un efrentamiento ideológico, sino que es un examen detallado del actuar humano más básico, el alma guiada por sus instintos y pasiones.

            Por otro lado, lo más impresionante de los escándalos producidos por la pluma de Boccaccio y la cámara de Pasolini es que, a pesar de generarse con cuatro siglos de diferencia, la reacción italiana permanece firme e inmutable, como estancada en el tiempo sin noción del cambio social y cultural a su alrededor; el sexo, la infidelidad, la sátira religiosa, el robo y el ridículo escandalizan al tradicionalismo mojigato, ruboriza al mismo clero que promueve el repudio a los ateos, homosexuales y comunistas, y ofende a esa burguesía que en público pregona los valores que en privado aborrece. Seguramente para ambos hombres el ser excomulgados y recibir ataques por parte de la Curia romana no fue algo que les robaba el sueño, al contrario, si la rigidez de sus creaciones era proporcional a su fidelidad como artistas entonces es probable que lo hayan visto como un honor. No existe reconocimiento más grande para esbirros del arte que mantenerse firmes ante el ataque a su obra y defender a ultranza su postura personal. Bocaccio trabajó temas de fuerte contenido en una época en que la inquisición hacía respetar los dogmas de la Iglesia a base de torturas y escarmientos públicos; Pasolini no se inmutó al momento de mostrar escenas gráficas que ampliaban el retrato de la sociedad italiana del siglo XVI, pero que disgustaron tanto a católicos como cinéfilos tradicionales. 

El disfrute del libro y la película es complementario. No es uno de esos casos donde uno es mejor que otro, o cuya adaptación a la pantalla grande obligue al director a remover parte del encanto original de la obra; de hecho, el ritmo de la prosa encuentra armonía con el encuadre del escenario fílmico. Ambas son obras maestras que brillan por su originalidad, por evitar el adormecimiento del lector u espectador, por demostrar que a veces es necesario un pensamiento heterodoxo para plasmar la realidad a la que uno pertenece. 

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